Es muy difícil, para cualquiera, gobernar ante una disyuntiva de
riesgo sanitario o ruina económica, con una mínima eficacia. Pero el Gobierno
no tiene más remedio que gobernar y, si no saben y/o no quieren hacerlo,
deberían tener la decencia de dejarlo.
Pedro Sánchez, que ve la orejas al lobo, se esconde detrás de
los técnicos, y pretende camuflar las decisiones políticas en meras opciones y
alternativas técnicas mediante la imprescindible argumentación científica. Pero
no vale que se resguarde en la opinión de una imprecisa comunidad científica, como
tampoco las excusas de la “malvada” oposición, ni mucho menos esperar cachazudamente
el “Plan Marshall” que llegara de
Europa.
Con la pandemia, el Gobierno lleva desde el principio
escondiéndose detrás de las decisiones técnicas, “la comunidad científica”,
pero en casi todos los aspectos de la vida y en la situación social en la que
estamos también, las opciones son diversas y las alternativas múltiples. Consecuentemente
las decisiones del Gobierno son y han de ser políticas.
Tampoco es cierto que el único objetivo sea ni haya de ser el
sanitario, en este tema hay otras muchas variables y finalidades a tener en
cuenta, aparte de la sanitaria. Cuando el tiempo diluya la emergencia
sanitaria, comprobaremos que las consecuencias económicas van a ser tanto o más
letales que la propia pandemia y se desencadenará una crisis de enormes dimensiones.
Esta crisis tiene dos variables, la sanitaria y la económica
(incluso tendríamos que considerar otras más), por lo que las decisiones que se
adopten no pueden ser exclusivamente técnicas o científicas y los criterios
seguidos ser tan volubles, discutibles, arbitrarios y hasta a veces
contradictorios. Las decisiones deben ser políticas y equilibradas entre esas
dos opciones:
·
¿Cuánto riesgo asumimos para salvar la economía?
·
¿Cuánta economía estamos dispuestos a sacrificar para
minimizar el riesgo?
Es más, a la hora de adoptar medidas para reducir el riesgo de
contagio parece evidente que debería optarse por aquellas que fuesen menos letales
para la salud pública, y por contra, a igualdad de riesgo, habrán de preferirse
las actividades que más favorezcan la reactivación económica. Está claro, y hay
que asumir que cualquiera que sea la opción se favorecerá a unos grupos y
perjudicará a otros y por tanto, las
decisiones no pueden ser meramente técnicas y mucho menos basarse
exclusivamente en criterios sanitarios.
Hoy desde el neoliberalismo económico, que siempre aboga por desvincular
las decisiones económicas de la política, están exhortando al Gobierno a gastar,
como en 2008, hasta que los mercados nos cantaron que nos encontrábamos en un
sistema que denominábamos, ignorando el porqué, “globalización” y aparecieron la prima de riesgo, la troika, los
hombres de negro y las políticas de austeridad de cuyos efectos calamitosos aun
nos resentimos, unos más que otros.
El Gobierno no puede ni tiene derecho a permitir que se destruya
toda la estructura económica con la excusa de que sigue los consejos de la
comunidad científica, sería ingenuo por no decir criminal la idea de -ya la
reconstruiremos más tarde mediante unos
nuevos “Pactos de la Moncloa”-, ni
es aceptable que como única receta caiga en la suposición, más ingenua aún, de
que Europa va a venir a salvarnos “Plan
Marshall”.
No se trata de equiparar la salud con la economía, pero nos
guste o no, la economía es el soporte de la salud. Las políticas sanitarias y sociales
no se mantienen por el mero voluntarismo
o las proclamas. La economía impone sus exigencias, que pueden ser muy duras
para todos, pero muy posiblemente de no tomarlas serán mucho más dramáticas para
los que tienen menos medios de aguante y defensa y sin duda los que conocen más de cerca la escasa distancia que hay entre
la economía, la salud y la vida.
Nada invita al entusiasmo
mientras no se despeje el confuso panorama, tanto sanitario como económico, al
que tendremos que enfrentarnos durante los próximos tiempos.
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